Pasadas las primeras horas de resaca de las elecciones autonómicas catalanas debería de ser ya un momento en el que se pudiera entrever el posible resultado del embiste institucional de Artur Mas y de la formación electoral que encabeza. Y esto, no por interés en la federación de partidos de CiU sino por interés en el futuro de Cataluña o, más bien, del futuro de la relación de Cataluña con su entorno más inmediato que es el resto de España.
Pero da la impresión de que la incertidumbre sobre España que Artur Mas creó con su embiste podría estar ahora dando paso a una confusión inicial que, lo más probable, es que provoque más incertidumbre por lo menos a corto y medio plazo. Sin embargo esta vez es también probable que la incertidumbre se cierna más sobre Cataluña que sobre el conjunto territorial de España.
La visión personal sobre España que me ha acompañado toda mi vida ha sido, de una u otra manera, la de una nación con una fuerte regionalización. Siendo muy joven, visitar otra región de España que no fuera la tierra en la que nací y en la que me crié siempre me suponía conocer un mundo nuevo, unas gentes más o menos diferentes a las que estaba acostumbrado a mi alrededor. Eran sin embargo gentes con las que, a pesar de tener diferencias, me podía comunicar de igual manera o muy parecida a lo que lo hacía con las de mi entorno más inmediato. Entonces aprendía que había una serie de identidades (regionales) paralelas a la mía e incluso varias identidades dentro de una misma región, que se diferenciaban entre sí a pesar de ser aparentemente iguales. Eran diferentes y, a pesar de ello, no llegaban a ser extrañas. O por lo menos no hasta el punto de no poder sentirlas, de algún modo, también cercanas.
Es de esperar que más de uno argumente que la existencia de diferentes lenguas en España hacen esta comunicación imposible y que ello crea una diferencia insalvable. Pero para eso en España tenemos una lengua vehicular que es el castellano, de forma parecida al latín cuando éste fue la lingua franca de la Europa del Medioevo. Este status no debe confundirse con ninguna de las dos lenguas, la castellana y la latina, cuando éstas eran lenguas de sus respectivos imperios. Ni, desde luego, como un menosprecio a las otras lenguas vernáculas.
Algún tiempo más tarde empecé a viajar fuera de España y así a conocer otros lugares y otras gentes. A medida que me alejaba de los Pirineos las diferencias se hacían más notables e incluso extrañas. Es posible que se me ocurriera entonces que la diferencia pudiera venir marcada por la lengua, por la dificultad inicial para la comunicación. No lo recuerdo. Sin embargo la diferencia no disminuía a medida que aprendía la lengua. Incluso cuando, después de varios años expuesto a cierta sociedad extranjera y a su lengua –y habiendo adquirido un conocimiento y un manejo de su lengua casi como el de un nativo– la diferencia seguía estando presente.
Esa visión de España como una nación conformada por territorios y gentes distintas y a la vez relacionadas entre sí era real, la podía sentir. Me hacía sentir parte de una gran familia en la que, además, conservaba una identidad propia, ni mejor ni peor, pero con distinción: supongo que es el fet diferencial enunciado –aunque nunca definido– por el nacionalismo catalán. Este sentimiento de identidad se incrementaba al cruzar los Pirineos y me proporcionaba un sentimiento único de distinción sobre todo al no encontrar fuera de España una nación donde el sentimiento regional estuviera tan arraigado y vivo como en España.
Tardé muchos más años en reconocer todo esto como parte de un algo que se escapa al mundo moderno. La modernidad –que no empieza con la Revolución Francesa y la propagación del jacobinismo sino que éstas son creaciones o consecuencias de ella– dicta que estos sentimientos de identidad son «reaccionarios». Como lo son los sentimientos de espiritualidad de un pueblo o cualquier otro sentimiento que no proceda de los laboratorios del jacobinismo moderno –que son, entre otros, la izquierda política y las construcciones políticas nacidas al calor del Romanticismo decimonónico, de la que el nacionalismo es el mayor exponente. Bajo los dictados jacobinos y neojacobinos estos sentimientos reaccionarios deben ser eliminados en aras de la modernidad. Y así ocurrió en Francia. Pero no en España en donde el pueblo se rebeló contra la imposición de la modernidad.
Esta rebelión contra la modernidad, de la que Cataluña (y las Provincias Vascongadas) era, si cabe, más parte aún que otras regiones, tuvo como consecuencia inmediata el aislamiento de España desde la otra parte de los Pirineos.
Durante la contrarrevolucionaria Rebelión de La Vendée, el General Westermann envió el siguiente informe al Comité de Salvación Pública jacobino:
Siguiendo las órdenes que me disteis, he aplastado a los niños bajo los cascos de los caballos y he masacrado a las mujeres que, al menos éstas, ya no darán a luz más bandoleros. No tengo que reprocharme el haber hecho prisioneros, los he exterminado a todos[...] la piedad no es revolucionaria[...]
La negativa del pueblo español –y en especial de los catalanes– a acatar la Revolución jacobina había dejado a España clasificada como una nación contrarrevolucionaria y, bajo la pluma de la propaganda de la proto-izquierda jacobina, como una nación atrasada en la que reinaba el oscurantismo religioso. Aunque esto ya había sido sentenciado unos pocos siglos antes, cuando España había hecho frente a la primera revolución de la modernidad, la que se conoció como la Reforma Protestante. La masacre de la población de La Vendée era un aviso de hasta donde estaban dispuestos a llegar para imponer la modernidad.
Con este panorama histórico en el que el espíritu catalán representaba un búnquer contra la modernidad, es sospechoso observar como, partiendo de esas raíces, en el siglo XX el nacionalismo catalán reinventa el imaginario catalán presentándose a sí mismo y a Cataluña como un oasis de modernidad frente al desierto de una España «reaccionaria», mientras agita las deformadas enseñas de una deformada identidad. ¿Cómo pudo esto ocurrir?
No me cabe duda de que la respuesta está precisamente en la deformación de la identidad catalana. En el imaginario del nacionalismo catalán lo catalán es cosmopolita y moderno, alejado de lo catalán tradicional, conservando tan sólo algunos símbolos externos como puede ser la barretina –aunque ésta cada vez más relegada a actos meramente folclóricos. El resto forma parte de una identidad artificial transformada –cuando no fabricada de nuevo– en los laboratorios políticos del nacionalismo decimonónico. Se podría decir que Catalonia is not Catalonia.
Y con esta carga ideologizada que es la identidad catalana moderna llegamos al momento actual. Un momento en el que la fuerte y pesada carga ideológica ha sustituido no sólo la identidad catalana sino también el sentido común que alguna vez pudo existir en ella. Y que, en la construcción de una artificial nación catalana de oscuros orígenes jacobinos –para lo que antes ha sido necesaria la deconstrucción de España y cuyo objetivo es su aniquilación–, se ha creado una Cataluña profundamente dividida y enfrentada. Enfrentada entre sí misma y enfrentada con el resto de los territorios y gentes de España.
Artur Mas –o para el caso Jordi Pujol, Josep Duran, o tantos otros– no han creado la confusión y la incertidumbre. Cierto es que la han sembrado. Pero lo han hecho sobre un campo abonado en el que la confusión y la incertidumbre llevaba ya mucho tiempo germinando.
España ya no puede permitir por más tiempo que la confusión de un miembro con rasgos psicóticos, que se mueve entre delirios antagónicos, siga afectando al resto de la familia. La incertidumbre que esto genera lleva a la destrucción de una parte o del conjunto familiar. Como toda madre, tendrá que recoger un día los pedazos de ese hijo autodestructivo. Pero hasta entonces debe cuidar de sus otros hijos y no puede sacrificar su futuro.